La obligatoriedad de la Declaración de la Renta, ¡orgulloso de cumplir!

Ya está aquí uno de los clásicos de la primavera. Como todos los años por estas fechas, estamos inmersos en la campaña de la Declaración de la Renta y, desde el 5 de abril los ciudadanos podemos cumplir con la obligación de contribuir a la caja común.

Cada año parece más sencillo realizar el trámite exigido por la Agencia Tributaria pero, sin embargo, estamos cada vez más lejos de realizarlo con la alegría que sería exigible a quienes participamos de los gastos comunes y nos debiéramos sentir orgullosos de hacerlo.

El reparto de la carga fiscal durante estos años no ha hecho sino confirmar la deriva de las tres últimas décadas dirigida a eliminar progresividad del impuesto sobre la renta. Esa máxima, la de que contribuyamos proporcionalmente más los que más ganemos, pierde partidarios debido a la constante ofensiva de los gobiernos durante los últimos 30 años.

Con un sistema tributario con carencias a la hora ser un elemento fundamental para redistribuir la riqueza, unido a la proliferación de casos de corrupción, es difícil encontrar una justificación adecuada al poder coercitivo que, como sociedad, damos al Estado para recaudar y aparecen excusas fáciles para justificar la elusión o el fraude fiscal. España tiene el dudoso honor de ocupar el décimo país del mundo con más evasión fiscal.

A la hora de actuar contra las enormes bolsas de fraude, partimos con la sensación ampliamente extendida de que gran parte de la población defrauda o le gustaría hacerlo.

La conciencia general de que “todo el mundo defrauda” pone al mismo nivel al parado que se ve obligado a trabajar en negro para sobrevivir que a la corporación industrial que deduce como gastos de I+D+i inversiones multimillonarias y que utiliza la ingeniería financiera para robarnos a todos. Aunque sea verdad que estamos hablando del mismo hecho, fraude fiscal, tenemos que ser conscientes de que, desde la ética, no tiene nada que ver un tipo de fraude con el otro. Uno está determinado por la obligación de buscar la propia dignidad -aunque sea a través de esa conducta- y el otro está determinado por la sinrazón de la codicia que priva a nuestra sociedad de los recursos imprescindibles para erigirse como tal y que contribuye a multiplicar el clima ponzoñoso que alimenta ese individualismo miope y cortoplacista.

En este sentido, debe subrayarse que simplemente, la reducción en 10 puntos del índice de fraude, situaría nuestra economía sumergida en el nivel de los países avanzados de nuestro entorno, permitiendo ingresar 38.500 millones de euros más por año, que podrían solucionar muchos de los actuales problemas fiscales de nuestro país. Si convertimos estas frías cifras en hechos, la lucha contra el fraude se puede traducir en tratamientos para la hepatitis, hogares para los niños, cuidados para los mayores y dignidad para todos.

No es una utopía soñar con un sistema tributario justo y con más capacidad de redistribuir recursos, pero es insensato pensar que serán las élites, beneficiadas por la actual deriva, las que superen las insuficiencias del mismo. Por eso es imprescindible que, además de las exigencias a los gobiernos y la actuación de la Agencia Tributaria buscando a quien defrauda, seamos defensores activos como ciudadanos del orgullo de contribuir a los gastos comunes, que no es otra cosa eso de pagar impuestos.

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